Con el rostro desencajado, Genaro se levantó de su asiento dispuesto a hacer pedazos a quien se atrevió a hurgar en sus pertenencias. Aquella plácida tarde de verano, en el gran comedor familiar y ante toda su familia, se dirigió a su madre y le espetó:
—Alguien tomó un reloj de uno de mis cajones. Entraron a mi recámara con la desfachatez de un vulgar ladrón.
Doña Rosario, madre de Genaro, era una mujer madura, delgada, de piel muy blanca y cabello entrecano. Su gentileza era legendaria, jamás se le había visto malhumorada. Al escuchar las palabras de su hijo, se puso pálida y, con la voz temblorosa, apenas logró articular:
—No puede ser, hijo... Nunca se ha perdido nada en esta casa. Tu esposa, tus tres hijos, tu hermana o yo, que soy tu madre… ninguno de nosotros tiene necesidad ni carece de los principios que siempre hemos inculcado. ¿No será que lo guardaste en otro lugar?
—No —contestó Genaro con firmeza—. Estoy completamente seguro de que lo dejé en la parte trasera del primer cajón de mi chifonier. No vi la necesidad de ponerle llave, precisamente porque aquí no es cueva de ladrones. Mamá, ese reloj me costó bastante; lo compré para regalárselo a Carmelita este 14 de febrero.
La comida familiar tomó un giro inesperado. Genaro se levantó de la mesa colérico, dejando el plato intacto y gritando que, tarde o temprano, descubriría quién había invadido la intimidad de su habitación y la de su esposa. Su madre no pudo contener el llanto.
Esa noche, Doña Rosario no logró conciliar el sueño. Antes de acostarse, conversó con su hija Etelvina, con quien compartía la recámara, pero por más que trataron de encontrar una explicación no lograron resolver el misterio. Durante la comida inconclusa, todos se preguntaron entre sí si alguien, por necesidad, habría tomado el reloj. Sin embargo, con la mayor expresión de sinceridad, todos negaron haber cometido tal ilícito.
A la mañana siguiente, Doña Rosario recibió la visita de su otra hija, Libertad, a quien puso al tanto del robo y del mal momento familiar del día anterior. Libertad se quedó pensativa y trató de sembrar sospechas sobre dos personas del servicio: Catalina, "la del rancho", quien trabajaba como lavandera y solo acudía una vez por semana, y María Nicolasa, la empleada doméstica que llevaba años viviendo con la familia y era considerada como parte de ella. María Nicolasa había visto nacer y crecer a los tres hijos de Genaro.
Esa misma mañana, Doña Rosario esperó el momento exacto para hablar a solas con María.
—María, llevas muchos años con nosotros y sabes que te consideramos familia. Esta semana desapareció un reloj, al parecer muy valioso. Quiero que, con toda sinceridad, me digas si lo has tomado tú. Comprendo que todos, en algún momento, podemos enfrentar problemas económicos. Si ese es tu caso, yo puedo ayudarte y te prometo que no habrá consecuencias.
María, casi al borde del llanto al ver que dudaban de su honradez, alcanzó a balbucear:
—Señora, le juro por el Sagrado Corazón de Jesús que yo no he tomado nada.
—¿Ya le preguntaste a María? ¿Ya le preguntaste a Catalina? —insistió Libertad.
—Sí, les pedí a ambas que fueran sinceras y que, si tenían algún apuro económico, yo podía ayudarlas sin perjudicarlas. Les supliqué honestidad con tal de resolver este problema. Sin embargo, las dos, casi al borde del llanto al saberse sospechosas, negaron haber tomado el reloj.
De pronto, Libertad sugirió:
—¿Y si vamos con mi tía Soledad y le preguntamos?
Soledad, hermana menor de Doña Rosario, era una mujer profundamente religiosa, de baja estatura y muy guapa. Además, había desarrollado habilidades esotéricas tras haber estado casada con un indio yaqui de Sonora, quien le enseñó herbolaria. Con el tiempo, Soledad descubrió que tenía el don de la clarividencia y comenzó a ganarse la vida con la lectura de cartas, la adivinación del futuro y la solución de problemas. Aseguraba obtener respuestas consultando una pecera que contenía "agua bendita".
En su casa tenía una habitación especial para sus actos de clarividencia. Un altar tapizado de santos católicos dominaba la escena. Las paredes estaban adornadas con retratos dibujados a lápiz de personajes ya fallecidos con apariencia de santos. Entre ellos se encontraban el hermano Juan Soldado, La India Margarita (a quien Soledad prefería llamar “La Niña Margarita”), Juan del Jarro y El Niño Fidencio, con cuyos espíritus aseguraba poder comunicarse.
Cada viernes por la tarde, en esa recámara, Soledad colocaba una humilde silla de madera con asiento y respaldo tejidos con cordón de ixtle. Se ponía “la Túnica Sagrada”, una prenda sencilla de color blanco, y con la ayuda de su pecera y “sus santos”, cerraba los ojos y entraba en un profundo trance para comunicarse con “La Niña Margarita” y desentrañar los misterios que los creyentes le confiaban.
Doña Rosario no quiso esperar más días. Cruzó la ciudad para visitar a su hermana. Al llegar a aquella humilde casa de adobe con fachada verde turquesa, en un barrio de la periferia, lo primero que la deslumbró fue la larga fila de personas esperando consultarla. Había campesinos, citadinos y hasta una que otra persona elegante. La fila comenzaba en el zaguán y continuaba a lo largo del patio de cantera, lleno de macetas con plantas bien cuidadas. Dos gatos, dueños del lugar, se movían con parsimonia, y un viejo gallo caminaba con seguridad, como si supiera que aquel era su dominio. Era el legado que en vida le había dejado a Soledad su difunto esposo, “El viejo Gonzalo”, quien aseguraba que toda dolencia se podía curar con un carrujo de marihuana.
Soledad, al ver a Doña Rosario, la saludó con calidez y la hizo pasar sin hacerla esperar turno.
—¡Qué gusto verte, Rosario! ¿Cómo han estado?
—Bien, gracias por preguntar —respondió Rosario—. Te traje unos guisados. Pensé en ti porque sé que siempre tienes tanta gente y hay días que ni comes bien. Debes cuidarte, Soledad.
—Gracias, hermana. ¿En qué puedo ayudarte?
—Fíjate que desapareció un reloj de Genaro. Alguien lo tomó de su cajón y ya pregunté a todos en casa, incluyendo a María Nicolasa y a Catalina, pero todos niegan haberlo tomado.
—Acompáñame al altar —respondió Soledad—. Preguntaremos a La Niña Margarita.
Ambas se dirigieron a la habitación especial, se colocaron frente al altar lleno de imágenes de santos y veladoras encendidas, y extendieron los brazos con las palmas hacia arriba, en señal de recibir una gracia, una respuesta.
Después de varios minutos de silencio y con la respiración controlada, Soledad volteó a ver a su hermana Rosario y exclamó:
—Refugio, la persona que tomó el reloj es el hijo más pequeño de Libertad. Es un adolescente que anda en malos pasos. Deben hablar con él y pedir a nuestro Padre Celestial para que abra su mente y su corazón y regrese al camino del bien.