jueves, 13 de febrero de 2020

Desesperanza - María Garay López

¡Cuántas cosas quedaron prendidas
hasta dentro del fondo de mi alma
¡Cuántas luces dejaste encendidas
Yo no sé cómo voy a apagarlas…
José Afredo Jiménez

Va caminando a toda prisa por ese peligroso callejón. Debe llegar al parador del autobús urbano antes de las cinco de la mañana. Aún está muy obscuro. El viento helado le golpea el rostro y entumece sus brazos. Por las prisas sólo ha alcanzado a ponerse un ligero chal encima. Aprieta contra su pecho un pequeño monedero; con la otra mano sujeta una bolsa de plástico, con algo del desayuno que dejó preparado para sus tres hijos antes de salir de casa.

En el autobús ha buscado el lugar más alejado de la puerta de acceso; evade la conversación con esos pasajeros que pretenden acortar el camino dialogando. Recuesta la cabeza en el asiento y cierra los ojos. Hace poco más de un mes, el largo trayecto hasta su centro de trabajo le permitía adormilarse un poco; ahora no lo consigue. Su mente es como un caballo desbocado; quisiera detenerla y sosegarse pero no cesa de repetirse las mismas preguntas. ¿Por qué no se dio cuenta de lo que estaba pasando?

Tal vez no puso demasiado empeño en su vida sexual; para los hombres, eso es muy importante. Pero su jornada diaria, desde las cuatro de la mañana hasta las nueve o diez de la noche, la tenía agotada para cuando él la requería; últimamente tenían relaciones de manera muy esporádica. Esas llamadas por teléfono a deshoras y sus llegadas tarde tendrían que haberla puesto sobre aviso. Había sido demasiado ingenua y confiada.

Con seguridad su madre y hermanas le manifestarían su apoyo, pero le falta fuerza para enfrentarlas; tiene miedo de su violencia verbal. Lástima que ella no es así. Cómo desearía gritar lo que se ha guardado solo para sí misma: su tremendo dolor y la sensación de profundo abandono.

Confía en que Pedro no se canse de la responsabilidad que le ha encomendado; como la mayoría de los adolescentes, tiene muchas dudas e inquietudes. Además, el cambio de rutina familiar lo tiene envuelto en un torbellino de emociones. Atender a sus hermanos menores ha sido difícil para él, especialmente con su hermana pequeña.

Siempre había considerado su empleo como una ocupación temporal; en cualquier momento renunciaría para dedicarse sólo a su familia. Ahora da gracias a Dios de no haberlo hecho. Además del sueldo que semanalmente recibe, la extensa jornada laboral le ayuda a distraerse.

De sus compañeras de trabajo ha escuchado tantas historias similares a la suya que casi está por creer aquello que le repetía su abuela, cuando de pequeña la visitaba en el rancho: “mija, váyalo entendiendo, la mujer nació para sufrir”.

Sin apenas darse cuenta, ha llegado a su destino. Baja del autobús, y con lasitud, entra al edificio. Haciendo acopio de tolerancia, dirige un breve saludo e insinuada sonrisa al guardia de la entrada. Se encamina al almacén, donde el personal de intendencia guarda sus implementos de trabajo. Aún no ha llegado nadie. Mejor, piensa. Decide que lo más conveniente es empezar cuanto antes su labor. Al fin y al cabo, la vida continúa.

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