martes, 14 de febrero de 2023

Tiradera - Fabiola Amaro



Cuando una mujer fuerte llora, no es por cualquier cosa. Es porque de verdad siente desde sus entrañas el dolor profundo, raspa y cala desde el último rincón de su existencia desnuda, se siente herida. ¿Cómo iba a saber se iría así? Con tres meses de renta sin pagar o que me iba a dejar por una más joven, sí, pero también más fea. Igual dejó un refrigerador lleno de comida chatarra y cerveza, un bote de cátsup escurriendo y manchando gota a gota ese aparato electrodoméstico hasta ahora blanco.

Qué podía esperar de un muchacho caguetas, de un malandro explorador de videojuegos nocturno y autómata, de un Edipo. A menudo me comparaba con su madre: A mi mamá sí se le cocen las yemas de los huevos estrellados, mi mamá con pura crema Ponds se mantiene joven, a ella nunca se le pasa la sal en la comida, ni se mata con el ejercicio como tú y está bien buena. ¿Ah sí, baboso?, ¡pues cógete a tu madre!, le dije un día cuando mi paciencia llegó al límite.

Pedro era once años menor que yo, y aunque físicamente no se nos notaba porque parecía más viejo por las desveladas, al momento de utilizar nuestros cerebros era evidente la disparidad entre nosotros. Aunque debo reconocer, en cuestiones de otra índole si rifaba, la prueba estaba en esa chavita que se ligó en el último concierto a donde fue solo. De nada sirvieron mis cremas, el gym, aprender a jugar la última versión del Nintendo Swicht a pesar de llegar al trabajo en vivo, así sin dormir, apostarle a la casita, mantener la figura de mis treinta y tantos en unos aparente veintitantos. ¿Para qué? Para nada.

Sí, llegó una chica joven de anteojos sesenteros, gris y desangelada, a descolgar una relación que ya de por si se tambaleaba de la cuerda de un tendedero de patio. Bien me lo dijo mi tía la solterona, “el que con niños anda, termina cagada”. Así terminó mi ego, bien cagado. Aquí me tienen llorando a mis treinta y tantos. Yo, ama y señora de la oficina, quien levantó un imperio desde las ventas, despues de haber estado en el limbo del desempleo, la disciplinada en la comida y el trabajo, manteniendo rutinas para todo, pero sobre todo con los pies en tierra. Tantos años en el fango y resbalé, deslumbrada por una cara bonita e imberbe, por la retórica común de un veinteañero en celo.

Pero quién me lo manda, nadie, así es el amor y ni modo, el principal perdedor en esta relación no fue él, no fui yo, sino mi ego destartalado y viejo. El mismo que ahora agoniza en la lona noqueado por los impulsos carnales de un muchacho pañalero. Pero la culpa no la tiene clara-mente la muchacha, bueno sí, tantito. Y también la tengo yo, la seño que hizo compadre al chamaco. Conste, no es conmiseración, victimismo o burla. La sangre sale de mi nariz en este ring para decir “la pelea terminó”. Gota a gota cae, como salsa cátsup en el refrigerador, peldaño tras peldaño.

Por lo pronto, negocio con la casera tres meses de renta por pagar y un bizarro resplandor.

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