jueves, 13 de febrero de 2020

Un Rayo de Luz - Faustino Chang Luna

Siempre hay algo de locura en el amor, 
pero también hay siempre una cierta razón en la locura.
F. Nietzsche

Tengo un tenue recuerdo de cuando mi madre fue a dejarme a la escuela al ingresar a primer año de secundaria. Me levantó muy temprano y me ordenó: “metete a bañar y lávate las orejas, la muda de ropa limpia esta en tu cama, también lustra tus zapatos, cuando salgas vienes para que te peine y ponerte un poco de loción, tienes que ir muy presentable”

Salimos de la casa y, como lo hacía siempre, le tomé su mano, eso me daba mucha confianza no importa donde fuera, con ella me sentía seguro. Caminamos unas cuantas cuadras y pronto estuvimos en las puertas de la escuela. Vi muchos jóvenes y niños en la canchas, jugaban, corrían, se escuchaban ruidos como de enjambre. Noté que no todos iban acompañados y yo iba con mi madre Serafina. Conocía de mis temores a quedarme solo, y a otras cosas, así que me dijo: “vas a tener muchos amigos con quienes jugar y estudiar". Esas palabras no me animaban, escuchaba sus palabras muy lejanas. Mi mano aferrada como garra a la de mi madre. Vi que hablaba con la maestra, no sé cuánto le decía pero al último escuché: “no se preocupe, lo vamos a cuidar, se va integrar bien con sus compañeros".

Cuando al fin se desprendió de mi mano, mi madre me dijo: “no temas, vas estar bien”.

Fue un comienzo de dudas, de miedos e incertidumbre. La maestra, con una lista en la mano, me invitó: “pasa y siéntate”,  señalando un banco. Me senté. Escuchaba burlas y cuchicheos de los compañeros, lo atribuía a la presencia de mi madre, nos les hice mucho caso, yo estaba más asustado por mis miedos. Más tarde la maestra inicio a pasar lista, cuando escuche Octavio respondí con “presente, maestra”, alzando la mano.

A partir de ese día, el tiempo se deslizó muy rápido, y sin notarlo contaba ya con dos amigos, Nacho y Toño, quienes me acompañarían durante los siguientes tres años, unidos por el gusto de rodar en bicicleta, salir a las carreteras, por la música y conocer lugares. Un mes después ya llevaba mi bicicleta a la escuela, aunque mis amigos decían que era de panadero. A la salida nos juntábamos los tres y agarrábamos cualquier rumbo, el caso era pedalear.

Cierta mañana, durante el recreo, sentado en una banca miraba a los compañeros jugar un partido de basquetbol. Casi no me invitaban porque me veían muy chaparro, tal vez así era, yo solamente los animaba con muchos gritos de ¡vamos, vamos! 

Una casualidad que estaba próxima e iba a marcar muchas cosas para mí en un futuro cercano. Llegó sin avisar, tomó asiento junto a mí y preguntó: "¿por qué no juegas?" La que me hablaba era una compañera de otro salón, comenzamos a platicar de quién iba a ganar el partido y por qué yo no jugaba. No nos pusimos de acuerdo y ahí la dejamos, le pregunté su nombre y ella me contestó: Rayito de la Luz Hernández Trigo. Su nombre se me hizo muy largo, luego me aclaró: “todos me dicen Luz”.

Ese encuentro dio inicio a una relación muy significativa para mí. En ese tiempo nada más existían mis amigos y la bicicleta, en eso consistía mi mundo, tiempo después ese mundo se derrumbó como castillos de arena. 

A la salida de la escuela casi siempre buscaba a mis amigos. Algunas veces, Nacho nos invitaba a su casa, a escuchar música, ahí conocí un instrumento llamado piano de cola, me pareció inmenso, de un color negro lustroso. Le preguntamos si sabía tocar, él no contestó, solo arrimó un taburete, alzó la tapa y por primera vez escuché una melodía en un piano, nunca se me olvidó, a las primeras notas nos dijo. “Se llama Para Eliza, la compuso un tal Beethoven”. Después tocó otras, entre ellas Nataly, "ésta es rusa. Me enamoré de Eliza y también de Nataly, no las había escuchado en la radio ni en otro medio. Se hizo costumbre llegar a su casa a escuchar el sonido del piano, en ocasiones nos decía "par de ignorantes". Esos comentarios para nosotros, ni en cuenta.

Sucedió que una tarde al salir de la escuela, en espera de mis amigos, se me acerco Luz con su mirada luminosa llena de promesas. Me sentí como un insecto ante su presencia tan segura y confiada. Se apoderó de los manubrios de mi bicicleta y me dijo “acompáñame a mi casa “. En eso alcancé a oír “Tavo, apúrate, te estamos esperando”, gritaban mis amigos, y yo en una encrucijada, la cuerda tiraba de un extremo a otro y yo en medio. Su presencia llena de luz inclinó la balanza. “Vamos, pues". Comenzamos a caminar, con un sol de verano y el viento cálido, después de una cuadras le indiqué “trépate a los diablos". Así lo hizo y empecé a pedalear. Me sentía muy ligero, como si no llevara nada, ella hablaba y hablaba no sé de qué, nada más sentía sus manos aferradas a mis hombros, se interrumpía solo para indicarme a dónde ir. Cuadras después llegamos a las puertas de su casa, me dio las gracias y me mandó un saludo con la mano.

Yo me quedé viendo como la recibían, me di vuelta y empecé a rodar. Me sentía como una pluma, como flotando. Llegué a mi casa muy contento, tomé un vaso de agua para calmar la sed que traía, pero mi madre luego luego notó que su hijo estaba diferente. “¿Qué te pasó, por qué vienes así?” Le contesté que había conocido a una compañera y la había llevado a su casa. "¿Cómo se llama? ¿Adónde vive?". Le dije se llama así y asado, luego preguntó por mis amigos. No le supe responder, y ella se me acercó y me abrazó muy fuerte. Le pregunté por qué y ella respondió: "Con el tiempo lo sabrás”.

Me olvidé de mis amigos, de cazar lagartijas, de ir a nadar, de muchas cosas que compartíamos. Yo nada más pensaba en la hora de la salida para verla, y la veía salir con el pelo enmarañado, sudando y sus tobilleras caídas. Ella jugaba a los “encantados”, le gustaba correr.

En el camino a su casa a veces nos desviábamos al centro, a saborear un helado, ella pedía de leche quemada con tuna, otras veces con paso lento íbamos a un parque muy arbolado, con una gran fuente que aventaba un gran chorro, a mi gustaba escuchar el ruido del agua, caía en una gran roca que salpicaba en forma de flor, y cuando soplaba el viento bañaba en forma de rocío. A veces terminamos bien mojados, en ese lugar pasábamos largos ratos sin hablar, ella a veces se quedaba pensativa, viendo la caída del chorro de agua golpeando la roca, ahí me confesó que su familia preparaba un viaje a la capital, no sabía para cuándo y ya no hablo más del asunto ni yo lo pregunte. En una ocasión al salir de la escuela me pidió que la llevara en el Cuadro, le aclaré que iba ser más incómodo. “No importa”. En esa forma la tenía muy cerca, casi la abrazaba, su pelo rojizo volaba al viento y decía dale. La cercanía provocó que cuando giraba la cabeza surgieron los primeros besos, inconscientes y conscientes, ella reía de la situación y yo la secundaba.

Las clases terminarían a mediados de diciembre. Ya era noviembre y la relación con Luz transcurría sin cambios, cuando no la veía y cuando la veía mi corazón se comportaba como un caballo desbocado con relinchos y galopes. A veces sentía que la gente a mi alrededor escuchaba esos sonidos, no sé si ella sentía lo mismo, pero eso no me importaba.

Una tarde a mediados de diciembre, antes de salir de vacaciones, paseábamos a pie por el centro, porque la bicicleta estaba en reparación. La tomé de la mano y caminamos sin prisa, no quiso su helado, solamente quería caminar. Así dimos varias vueltas, luego nos sentamos viendo pasar a la gente. Me di cuenta de su silencio, habitualmente ella hablaba y hablaba, sacaba conversación de cualquier cosa, a todo le encontraba sentido yo nada más asentía, porque pasaba de una cosa a otra, pero en esta ocasión sí tenía algo que decirme. Mencionó un viaje con su familia, que ya tenía fecha de salida, y sin más expresó: “ tengo algo para ti”. Sacó una pequeña libreta. "Son pensamientos personales que están acumuladas ahí, también te quiero pedir que la cuides hasta mi regreso, y guarda también algunas líneas para ti".

Se desprendió de mi mano y se levantó de la banca, me dio un beso diferente a los que acostumbraba, me abrazó. Me vio unos segundos y sonriendo se despidió. Las últimas palabras que escuché de ella fueron: "Nos vemos". 

Ya no me dio tiempo de decirle nada, pensé que la vería en unos días pero no fue así. Ya no regresó a la escuela. Pregunté a sus amigas si la habían visto o si tenían noticias de ella, una de ellas me dijo que se habían mudado a la capital y que no volverían.

En enero iniciaron las clases. Guarde la esperanza de volverla a ver, pero pasaron los días y ya no volvió. Me refugie en mis amigos como si nada hubiera pasado. Conocí nuevos compañeros. 

Para ese tiempo me había alargado un poco, no mucho, pero me sentía bien.

De cuando en cuando me acuerdo de la libreta que me dio a guardar. Con ese hecho, ya no siento tanto esa pérdida, esa tristeza de no volverla a ver, pero sí me dejo algo: un rayo de luz enterrado en mi corazón.

Hasta aquí la historia. Nada más falta leer un poema, escrito en esa libreta, el que ella mencionó que era para mí: “Te lo diré bajito, justo al lado del oído, para que nadie escuche, lo mucho que te quiero”.

Cuántas palabras quedaron mudas y cuántas por decir, eso es por mi parte.

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