miércoles, 12 de febrero de 2020

Historias de mercado: ¡Ah, qué bellos lentes! - Avach Mora

Me siento en la taza del baño y comienzo a meditar sobre el sentido de la vida, un sentido tan aburrido como las clases en la universidad; anatomía mental y seamos unos trastornados, sí, en estos momentos recuerdo lo divertido y peligroso que es caminar por el mercado, lleno de gente, de borrachos, de músicos, de las típicas marchantas y cualquier cosa que se pueda imaginar uno. Lo peligroso es intentar comprar algo, pues al escuchar las ofertas de los vendedores, la gente se arremolina sobre los locales, arrastrando y llevando a su paso lo que sea; tremendo olor a culo y axilas se transpira en este lugar. En una ocasión tardé más de dos horas en salir, pues había sido arrastrado hasta la zona de flores y yerbas para la brujería y así estuve un rato, escuchando las “bondades y malicias de aquellas plantas de caño”. Desde ahí siempre cargo conmigo una lista de lo que tengo que comprar y un gran mapa con todas las salidas del mercado. 

En este momento fue interrumpido por varias voces que venían desde afuera: ¡Qué chingaos haces ahí dentro!, gritaron al tiempo que pateaban la puerta. ¡Tengo diarrea!, gritó el joven, al unísono de sus gritos estomacales, arañando las paredes de metal que tenían de todo tipo de pintas, como amenazas, declaratorias amorosas o sexuales, formidables textos del mundo del arrabal. Finalmente, al salir del baño vio que una gran fila de gente esperaba para entrar, señoras, señores y niños, todos por igual miraban al joven con un aire de molestia. La filosofía de la vida debería ser corta, como el usar el baño público, concluyó el joven.

Luego se internó en el mercado, buscando algunas botellas de mezcal, cigarrillos y algo de comer. Cuando hubo pasado entre los locales de las carnicerías, vio algo que llamó su atención: una muchacha que hacía rato miraba al joven sin decir nada. Parecía simpática, vestía una blusa blanca pegada a su cuerpo, de encaje fino que bordeaba su esbelta figura, una corta falda azul de mezclilla que se meneaba de un lado a otro en esas caderas; tenía un buen culo y una provocativa mirada, una mirada cubierta por unos lentes, en los que el joven había fijado su atención; pronto interpretó la mirada de la chica como una provocación y se imaginó besándola y tocando la plástica textura de sus lentes, para luego quitárselos y deslizarlos por todo su cuerpo; a decir verdad si uno hubiera podido contemplar la cara y el cuerpo del joven en esos momentos, encontraríamos la descripción perfecta de la perversidad; sus ojos casi salían de sus órbitas y su boca babeaba como el rugir de un motor.

¡Oh! ¿A dónde pudo haber ido? Se preguntó el joven, que embebido en sus babeantes sueños, perdió de vista aquella mujer. Corrió por los pasillos como un verdadero loco, mirando a todas las mujeres que se pudieran parecer a la que había visto. Pero no podía recordar nada más que sus lentes. Tuvo suerte. Después de recorrer todos los pasillos encontró algo. No era la chica, eran sus lentes, de eso estaba seguro. Los recogió, los observó, los olió y por último se miró en el reflejo que producían, un hermoso reflejo, con el cual comenzó a imaginarse que estaba a la orilla del río, sentado con la chica, con sus botellas de mezcal a medio acabarse y los dos fumando. Podría incluso mojar su mano en aquella agua azul y luego tocar el cuerpo de la chica, podría leerle algo romántico o erótico y creer en un desenlace feliz. 

Así, estaba tan enajenado cuando de improviso sintió un gran peso sobre su espalda y… cayó al suelo, soltando sus compras, pero no los lentes. Al intentar levantarse un porrazo en la cabeza lo devolvió al suelo.

Es él, dijo la voz rasposa y gastada de una anciana. Tiene la evidencia en sus manos, agregó un policía. Denme sus botellas de mezcal, gritó un borracho que presenciaba la escena. ¡No! ¡No! ¡Esperen! ¿Qué putas pasa?, contestó el joven a todas esas voces. Ahora si se pudo incorporar y voltearse. La anciana, quien miraba al joven enconadamente, comenzó a decir que mientras estaba haciendo sus compras, este cabrón (así lo dijo ella) había robado sus lentes de su bolsa que estaba en el suelo junto a ella y después huyó a toda velocidad.

Algo en su defensa quiso decir el joven, pero al sentir la presión en sus manos de las esposas que el policía le colocaba, prefirió callarse.

Estuvo algunos días en la barandilla, triste por haber perdido aquellos lentes que creyó eran de la hermosa chica y que también creyó había encontrado en el suelo.

1 comentario:

  1. Es una historia agradabley bien enmarcada la descricion del mercado, megusto el final

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